Este es un extracto de un interesantísimo artículo escrito por Bernardo Esquinca que trata los dos fenómenos que se mezclan en la actualidad: internet y las series de televisión. En esta perfecta mezcla, nuestra querida serie "24" tiene una gran importancia.. ¿el por qué?.. a continuación.
En una escena de Terminator (1984), el thriller apocalíptico de James Cameron, una niña habitante del futuro en ruinas contempla un televisor de pantalla rota en cuyo interior está encendida una fogata. Una imagen poderosa que simboliza los atavismos del hombre moderno: ni siquiera ante los despojos de la sociedad podemos deshacernos de los mitos que hemos creado, incluidos los tecnológicos.
Contar historias en torno al fuego es probablemente el pasatiempo más antiguo de nuestra especie. Lo hicieron los hombres de las cavernas y lo continúan realizando los pobladores de las megalópolis cuando salen al campo o encienden la chimenea en una noche de invierno. Lo único que ha cambiado es la manera de contarlas. Hoy en día un niño explorador que escenifica un cuento de terror a sus compañeros junto al calor de la fogata, agrega pertinentes ruidos y pausas cinematográficas a su relato. Efectos especiales indispensables para quienes han crecido con el cine como influencia. Pero las cosas se modifican, decíamos.
El nuevo siglo se ha caracterizado por la consolidación de dos fenómenos culturales: internet y las series de televisión. Ambos son maneras de contar y asimilar el mundo, que se han convertido también en religión. La primera es inmediata y fragmentaria, una herramienta de supervivencia y contacto con los semejantes. La segunda se ha transformado en la expresión narrativa por excelencia, al menos en estos primeros diez años. Ante una industria fílmica cada vez más deteriorada –Hollywood y el resto del mundo por igual: las reseñas de los pasados festivales de Cannes y Venecia confirman una decadencia global del género–, y los mundos del arte y la literatura gobernados por asuntos tan mediáticos como pasajeros, la televisión se ha erigido sorprendentemente como el refugio de las propuestas más arriesgadas y dignas a la hora de relatar historias.
Una de las razones radica en las posibilidades que ofrece su generoso y flexible formato, que han sabido explotar principalmente los guionistas. La televisión ha permitido estructurar tramas de una manera que resulta impensable para el cine. Esto, sumado a su capacidad de convocar a numerosas audiencias y de recaudar mayores cantidades de dinero –una cinta puede durar meses en cartelera; la transmisión de una serie, años–, y al mencionado deterioro del séptimo arte, hizo que productores, escritores y actores concentraran como nunca antes su atención en la llamada “caja idiota”. Curiosamente, los papeles se invirtieron: antes la televisión era para los que no tenían un lugar en el Olimpo del cine, ahora todos quieren estar dentro.
En su momento, David Duchovny dejó Los expedientes secretos X (1993-2002) por aspiraciones cinematográficas, y realizó filmes intrascendentes. Ahora regresó al primer plano con la serie Californication, donde encarna a un adicto al sexo con tintes autobiográficos. Por su parte, Kiefer Sutherland, quien durante años realizó todo tipo de filmes sin pasar de papeles segundones, encontró en la televisión el estrellato que nunca le ofreció el cine. Lo mismo puede decirse de James Gandolfini y el éxito de Los Soprano. Un caso muy diferente pero igualmente significativo es el de Alan Ball, quien ganó un Oscar por el guión de Belleza americana, pero prefirió continuar su carrera explorando las posibilidades de la televisión. De su autoría son dos joyas: Six Feet Under, la historia de una familia disfuncional que posee una funeraria, y True Blood, una trama de vampiros que en realidad es un alegato contra la intolerancia y la discriminación tanto racial como de preferencia sexual.
Es precisamente 24, la serie que estelariza Sutherland y que produce Fox, uno de los programas que han transformado radicalmente el arte milenario de la narración. Contada en “tiempo real”, cada episodio representa una hora en la vida de los protagonistas, y una temporada un día en total. Esto da como resultado una acción trepidante que no da respiro a Jack Bauer, el atribulado agente federal antiterrorista del gobierno estadounidense, pero tampoco a los espectadores. Los problemas para Bauer no cesan, ya que al mismo tiempo que se encarga de combatir las amenazas a la seguridad nacional –complots para asesinar políticos, bombas atómicas, armas biológicas y otras calamidades– también debe cuidar de su familia, principalmente de su temperamental hija.
La elección del mencionado “tiempo real” como recurso narrativo presentaba algunas complicaciones a los guionistas –no puede haber flashbacks, por ejemplo, una técnica muy utilizada para comprender el pasado de los protagonistas–, que han resuelto de manera astuta. Cuando es necesario, se divide la pantalla en varios cuadros para dar cuenta de lo que hacen personajes ubicados en distintos sitios, algo que además se ha convertido en el sello visual de la serie. Pero la clave son los diálogos, ya que no puede haber desperdicio. En lugar de ser utilizadas para trivialidades, las conversaciones aportan datos importantes sobre las motivaciones y las historias pasadas de los protagonistas, y sus relaciones entre ellos.
Los escritores de 24 también se apoyan en otro “truco” efectivo: los videos que miran los personajes y que dan pistas de hechos ocurridos fuera de cuadro. Por ejemplo, en la primera temporada, Jack Bauer –obligado por terroristas que tienen secuestrada a su hija– mata dramáticamente a Nina Myers, una de sus compañeras de trabajo y ex amante. Minutos después, en otra escena, un colega observa el video de una cámara de seguridad en la que aparece Jack extrayendo un chaleco antibalas de un clóset. Así entendemos que en realidad no sacrificó a Nina.
24 es un derroche de adrenalina e ingenio. La consigna es que Jack Bauer no tenga un segundo de tranquilidad. De lo contrario, el pobre se aburriría horrores. Está condenado a dejar de lado las bagatelas. Si se cepilla los dientes, un candidato presidencial podría morir. Y él lo sabe. Pero lo más importante es que esta serie requiere de la complicidad total del espectador debido a sus tramas inverosímiles. Apela a la suspensión de la credulidad –nadie puede sobrevivir una jornada como las de Jack Bauer, por más que se trate de un agente especial–, y la consigue con facilidad. Un mal día en la vida de Jack Bauer –¿acaso tiene de otro tipo?– borra todos los que se le han acumulado al infartado espectador.
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Fuente: Letraslibres.com
En una escena de Terminator (1984), el thriller apocalíptico de James Cameron, una niña habitante del futuro en ruinas contempla un televisor de pantalla rota en cuyo interior está encendida una fogata. Una imagen poderosa que simboliza los atavismos del hombre moderno: ni siquiera ante los despojos de la sociedad podemos deshacernos de los mitos que hemos creado, incluidos los tecnológicos.
Contar historias en torno al fuego es probablemente el pasatiempo más antiguo de nuestra especie. Lo hicieron los hombres de las cavernas y lo continúan realizando los pobladores de las megalópolis cuando salen al campo o encienden la chimenea en una noche de invierno. Lo único que ha cambiado es la manera de contarlas. Hoy en día un niño explorador que escenifica un cuento de terror a sus compañeros junto al calor de la fogata, agrega pertinentes ruidos y pausas cinematográficas a su relato. Efectos especiales indispensables para quienes han crecido con el cine como influencia. Pero las cosas se modifican, decíamos.
El nuevo siglo se ha caracterizado por la consolidación de dos fenómenos culturales: internet y las series de televisión. Ambos son maneras de contar y asimilar el mundo, que se han convertido también en religión. La primera es inmediata y fragmentaria, una herramienta de supervivencia y contacto con los semejantes. La segunda se ha transformado en la expresión narrativa por excelencia, al menos en estos primeros diez años. Ante una industria fílmica cada vez más deteriorada –Hollywood y el resto del mundo por igual: las reseñas de los pasados festivales de Cannes y Venecia confirman una decadencia global del género–, y los mundos del arte y la literatura gobernados por asuntos tan mediáticos como pasajeros, la televisión se ha erigido sorprendentemente como el refugio de las propuestas más arriesgadas y dignas a la hora de relatar historias.
Una de las razones radica en las posibilidades que ofrece su generoso y flexible formato, que han sabido explotar principalmente los guionistas. La televisión ha permitido estructurar tramas de una manera que resulta impensable para el cine. Esto, sumado a su capacidad de convocar a numerosas audiencias y de recaudar mayores cantidades de dinero –una cinta puede durar meses en cartelera; la transmisión de una serie, años–, y al mencionado deterioro del séptimo arte, hizo que productores, escritores y actores concentraran como nunca antes su atención en la llamada “caja idiota”. Curiosamente, los papeles se invirtieron: antes la televisión era para los que no tenían un lugar en el Olimpo del cine, ahora todos quieren estar dentro.
En su momento, David Duchovny dejó Los expedientes secretos X (1993-2002) por aspiraciones cinematográficas, y realizó filmes intrascendentes. Ahora regresó al primer plano con la serie Californication, donde encarna a un adicto al sexo con tintes autobiográficos. Por su parte, Kiefer Sutherland, quien durante años realizó todo tipo de filmes sin pasar de papeles segundones, encontró en la televisión el estrellato que nunca le ofreció el cine. Lo mismo puede decirse de James Gandolfini y el éxito de Los Soprano. Un caso muy diferente pero igualmente significativo es el de Alan Ball, quien ganó un Oscar por el guión de Belleza americana, pero prefirió continuar su carrera explorando las posibilidades de la televisión. De su autoría son dos joyas: Six Feet Under, la historia de una familia disfuncional que posee una funeraria, y True Blood, una trama de vampiros que en realidad es un alegato contra la intolerancia y la discriminación tanto racial como de preferencia sexual.
Es precisamente 24, la serie que estelariza Sutherland y que produce Fox, uno de los programas que han transformado radicalmente el arte milenario de la narración. Contada en “tiempo real”, cada episodio representa una hora en la vida de los protagonistas, y una temporada un día en total. Esto da como resultado una acción trepidante que no da respiro a Jack Bauer, el atribulado agente federal antiterrorista del gobierno estadounidense, pero tampoco a los espectadores. Los problemas para Bauer no cesan, ya que al mismo tiempo que se encarga de combatir las amenazas a la seguridad nacional –complots para asesinar políticos, bombas atómicas, armas biológicas y otras calamidades– también debe cuidar de su familia, principalmente de su temperamental hija.
La elección del mencionado “tiempo real” como recurso narrativo presentaba algunas complicaciones a los guionistas –no puede haber flashbacks, por ejemplo, una técnica muy utilizada para comprender el pasado de los protagonistas–, que han resuelto de manera astuta. Cuando es necesario, se divide la pantalla en varios cuadros para dar cuenta de lo que hacen personajes ubicados en distintos sitios, algo que además se ha convertido en el sello visual de la serie. Pero la clave son los diálogos, ya que no puede haber desperdicio. En lugar de ser utilizadas para trivialidades, las conversaciones aportan datos importantes sobre las motivaciones y las historias pasadas de los protagonistas, y sus relaciones entre ellos.
Los escritores de 24 también se apoyan en otro “truco” efectivo: los videos que miran los personajes y que dan pistas de hechos ocurridos fuera de cuadro. Por ejemplo, en la primera temporada, Jack Bauer –obligado por terroristas que tienen secuestrada a su hija– mata dramáticamente a Nina Myers, una de sus compañeras de trabajo y ex amante. Minutos después, en otra escena, un colega observa el video de una cámara de seguridad en la que aparece Jack extrayendo un chaleco antibalas de un clóset. Así entendemos que en realidad no sacrificó a Nina.
24 es un derroche de adrenalina e ingenio. La consigna es que Jack Bauer no tenga un segundo de tranquilidad. De lo contrario, el pobre se aburriría horrores. Está condenado a dejar de lado las bagatelas. Si se cepilla los dientes, un candidato presidencial podría morir. Y él lo sabe. Pero lo más importante es que esta serie requiere de la complicidad total del espectador debido a sus tramas inverosímiles. Apela a la suspensión de la credulidad –nadie puede sobrevivir una jornada como las de Jack Bauer, por más que se trate de un agente especial–, y la consigue con facilidad. Un mal día en la vida de Jack Bauer –¿acaso tiene de otro tipo?– borra todos los que se le han acumulado al infartado espectador.
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